Hace sólo unos minutos, sentada en el salón y mirando aburrida por la ventana, presencié un evento singular. En la puerta de la casa de enfrente había una mujer diminuta, extremadamente delgada, con un pelo negro y larguísimo que prácticamente la cubría cuan larga era. Tenía ojos saltones y orejas élficas. Hablaba con mi vecino. Me pareció escuchar que estaba recogiendo unas firmas en contra del consumo de carne animal. Después de escucharla atentamente, él asintió y entró en la casa con gesto de “ahora mismo vuelvo”. Mientras, la diminuta esperaba con aire impaciente.
Al cabo de un rato contemplé estupefacta cómo volvía a salir armado con un bote de crema de chocolate en la mano derecha y otro de nata montada en la izquierda. Cuidadosamente empezó a verter los botes por encima de la mujercita, que atónita, le miraba con ojos desorbitados. La situación empezó a interesarme. Cuando la mujercita quiso protestar, él se lo impidió encajándole una manzana caramelizada en la boca (que no sé de dónde sacó). Y allí mismo, delante de la ventana de mi salón, sacó tenedor y cuchillo y empezó a cortar a la mujer en trocitos meticulosos para empezar después a masticarlos ávidamente. La mujer no decía nada, no sé si era por la manzana, por el asombro o por el dolor. Al cabo de unos minutos, lo único que restaba de ella era un montículo de huesecillos y los papeles que traía consigo. Entonces el vecino se inclinó, cogió el bolígrafo y firmó en la casilla que ella le había indicado. Corrí la cortina con una sonrisa en mi cara.
Al cabo de un rato contemplé estupefacta cómo volvía a salir armado con un bote de crema de chocolate en la mano derecha y otro de nata montada en la izquierda. Cuidadosamente empezó a verter los botes por encima de la mujercita, que atónita, le miraba con ojos desorbitados. La situación empezó a interesarme. Cuando la mujercita quiso protestar, él se lo impidió encajándole una manzana caramelizada en la boca (que no sé de dónde sacó). Y allí mismo, delante de la ventana de mi salón, sacó tenedor y cuchillo y empezó a cortar a la mujer en trocitos meticulosos para empezar después a masticarlos ávidamente. La mujer no decía nada, no sé si era por la manzana, por el asombro o por el dolor. Al cabo de unos minutos, lo único que restaba de ella era un montículo de huesecillos y los papeles que traía consigo. Entonces el vecino se inclinó, cogió el bolígrafo y firmó en la casilla que ella le había indicado. Corrí la cortina con una sonrisa en mi cara.