lunes, 7 de julio de 2008

El origen del teatro

Un día, después de pintar frenéticamente, Ana se levantó saltando con gracia del sillón donde dormía. Irguiéndose con voz grave, le cantó al aire enrarecido del pasillo:
Hell hath no limits, nor is circumscribed
In one self place. But where we are is hell,
And where hell is there must we ever be.

Cómo si lo tuviesen preparado, Julio se puso en pie con un movimiento rápido y subiéndose a una de las sillas continuó:

Come, I think hell’s a fable.

Los demás reímos ante aquella improvisación. A medida que transcurría el diálogo noté que Ana estaba adherida al deseo, en una especie de trance. Cuando le pregunté a qué había venido aquella escena, ella me contestó algo que no entendí y que no tenía que ver con mi pregunta. Me dijo que el origen del teatro era sagrado, que había surgido cuando los seres humanos hacían rituales en los que fingían ser otras personas para comunicarse con un ente superior.

Después de ese día, el teatro ocupó por completo las reflexiones de todos los habitantes de la casa. Se convirtió en el eje que nos hacía girar. Viajaba dentro de todos, como si de pronto la sangre que cargaban nuestras venas se hubiese desatinado colectivamente. Ninguno recuerda con detalle qué había sucedido antes de ese día, tampoco a nadie se le ocurriría discutir la oportunidad de la fecha. La fiebre teatral nos iba arrastrando a un estado donde las cosas cobraban un relieve inesperado. Eran reales, falsas y a la vez ligeramente exageradas.

En la última obra que ensayamos, Ana bordó su papel. Actuaba como si ella ya no estuviese allí, giraba sobre sí misma, se equilibraba en el vacío del escenario, sobrepasaba los límites de la interpretación. Era sobrenatural, pensábamos mientras la veíamos levantarse en el aire para dejarse caer envuelta en los velos de su vestido. Con aplausos febriles formamos un círculo a su alrededor. Bravo.

Su cuerpo tirado en el suelo estaba exánime, sus ojos enormes y negros recorrían nuestras máscaras, disfraces, plumas, sombreros y pelucas. Viendo aquella escena, supe que el llanto de Ana esperaba ahí, disponible pero inútil: ‘Tengo miedo. He descubierto cómo llegar a dónde no quiero’-dijo.
Nadie contestó. Ella se levantó como si despertase de un profundo sueño y caminó hasta el sofá como si no hubiese pasado nada.


He escrito esto sólo para que sepan lo que pasó después. Por una grieta se escapó la voz que nos impulsó a romper azulejos, a desgarrar paredes. Rasgamos las cortinas y las telas de los sillones, dimos la vuelta a las camas y desplumamos los colchones. Con ello murieron las personas, nacieron los personajes y nos quedamos todos quietos, en círculo como adorándonos, y de rato en rato gritábamos, gritábamos como yo no creo que griten los humanos. Entonces nos olvidamos de esa idea de que el camino es una forma de llegar a un destino, y nos dedicamos simplemente a caminar. Cada noche repetíamos, convencidos de que al fin habíamos llegado.

The betrayal of images

The betrayal of images
no te fies de lo que veas, de lo que oigas, de lo que sientas...